“¡Oh,
la hoja de acero se hace polvo y una brisa se la lleva convertida en una nube
gris!” Alejandro Jodorowsky.
Sucedió en un abrir y cerrar de
ojos, mientras hacía mi acostumbrado paseo nocturno por los alrededores de la
ciudad. Cuatro hombres con el rostro cubierto rodeaban una mujer, blandiendo
dagas largas que emanaban una misteriosa aura rojo sangre. Planeo acercarme al
lugar, ayudarle a riesgo de mi propia vida, pero una voz atraviesa mis huesos y
se desliza suavemente hasta mis oídos, paralizándome en el acto:
-Escóndete y contempla.
Juro que estaré bien.
Confundido, obedezco rápidamente. Me dejo perder entre los
árboles y quedo oculto en la oscuridad; pero sigo viendo lo que sucede. Es
evidente que a los asesinos les tiembla el pulso para acabar con semejante belleza.
Intentan despojarla de sus ropas y ella retira delicadamente las sucias manos de
su cuerpo. Sus ojos parecían haberte convertido en dos faros claros. De
inmediato, sentí que había estado perdido toda mi vida y que el camino se me
mostraba finalmente.
Quería ir a donde estaba, pero no podía desobedecerla, así
que permanecí escondido. Uno de los hombres, con un esfuerzo que a mí me
pareció sobrehumano, pareció reaccionar del embeleso y, sin perder un segundo,
enterró limpiamente su daga en un costado de la mujer. Perdí el aliento, me
puse de pie temblando de ira. Los iba a hacer comida para perros. Algo me
detuvo.
La mujer desenvainó una sonrisa que no pertenecía a este
mundo, y el hombre cayó de rodillas. En su mano tenía lo que parecía una
empuñadura sola, sin hoja. Los otros tres corrieron enloquecidos, pues del costado
del hombre fluía el líquido rojo. Murió ahí mismo, en un colchón rojo.
No sé cómo me quedé dormido, sólo sé que los rayos del sol se
encargaron de interrumpir mi sueño. Allí, con sus suaves piernas sirviendo como
una almohada para mí, estaba ella acariciando mis cabellos, con mi espada atada
en la espalda. Y supe que no era el faro que guiaba mi camino; era el camino
mismo.
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