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sábado, 16 de mayo de 2015

Sarita (24/1/2015)

—Concédeme esta pieza– dijo con un dejo de impaciencia, tomando mi rey de madera y ahorcándolo hasta que el crujido le arrebató a la vecina la pálida esperanza de besar a su marido una vez más, y la hizo despertar agitadamente; partiéndolo en dos sin un atisbo de nostalgia en su rostro, cuando ya yo estaba a un turno de darle un jaque mate inevitable.

—Sé gentil– alcancé a decirle, como lanzando palabras metálicas en una fuente de mala muerte, como corriendo en campo abierto contra un francotirador experimentado–, que llegué hasta aquí con el alma desgarrada. 

Me inquietaba la forma en que cerraba con fuerza su mano izquierda, mientras con la derecha me amaba con inigualable ternura y empeño; se paseaba por mi frente y yo cerraba los ojos, como gato agradecido. 

Creo que la besé en ese momento, pero no viene al caso. El motivo de esta inusual carta (y ya descubrirás qué la hace inusual, además de que omití deliberadamente que sus características acariciaran siquiera las de una carta común), es pedirte que te escondas minuciosamente apenas puedas. De hecho, me haría enormemente feliz que lo hicieras en este momento, antes de seguir leyendo la carta. ¿Ya estás debajo de las sábanas? ¿No responderás si tocan el timbre? ¿No saldrás si escuchas que entran a tu casa? ¿No gritarás si escuchas los pasos acercándose? ¿Contendrás la respiración si tocan la puerta de tu habitación, que por supuesto has de haber cerrado? Prosigue con la lectura, entonces. 

Lo cierto es que su ternura parecía completar mi vida, hacerme un hombre pleno. También parecía eterna, pero cesó súbitamente, sin ninguna causa palpable. 

Entonces su mano izquierda se abrió, y pude notar la dificultad con que sucedía. Descubrí dos monedas, exactamente iguales y bañadas en sudor. Creo que incluso tenían una llovizna de sangre, producto de la fuerza con que ella las había apretado contra su propia mano. 

Saltaron al tablero y comenzaron a girar; primero lento, luego más rápido. 

Sé que debí correr en ese momento, mientras las monedas todavía bailaban en la blanca y negra pista de baile, pero morí como mueren todos los que tienen siete vidas: por curiosidad. 

Cuando abrió la boca, su hermosa mirada estaba muy lejos: había sido remplazada por dos abismos inundados que gritaban miles de palabras, todas al mismo tiempo. 

—Sarita– dijo con una voz muy suya, pero que nunca había escuchado y me heló el alma–, Sarita, ¿es a él a quien quieres? 

Como única respuesta, las dos monedas detuvieron su baile en seco y cayeron (seguro despertaron nuevamente a la vecina. Pobre, ella que alcanza a dormir sólo unas pocas horas, entre el insomnio, el trabajo y la depresión. Me hubiese gustado poder haberle pedido disculpas, aunque no fui yo la causa del ruido), ambas con la cara hacia arriba. 

La inyectadora fue más rápida que yo... y sin embargo, creo que alcancé a besarla antes de quedarme dormido.

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